Era de noche… una noche exquisita donde el calor y el frío se peleaban segundo a segundo quién era más. Donde la luna se escondía tras las nubes, quizás por miedo ya que sabía sobre los oscuros acontecimientos que ocurrirían durante esa noche. A lo lejos se escuchaban los queltehues, que con su incesante graznido no hacían sino encrespar el alma del jinete. Éste, raudamente cabalgaba a fin de cumplir con entregar la importantísima carta, encomendada por la dueña de su corazón y sus pensamientos. Ya gran parte del tramo estaba recorrido: sólo faltaba rodear el lago y podría cumplir su promesa.
– Vamos cabalgando!!- exclamó el jinete, tras atizar su noble corcel. Imprevistamente un trueno desmoronó sus pensamientos y le trajo de vuelta al mundo. Bajóse del caballo a fin de inspeccionar que todo estuviere bien. Ahí fue cuando apareció el demonio. Éste poseía unos grandes ojos rojos, los cuales provocaban un horror indescriptible y su piel era de un color verde musgo. La expresión de su rostro, si bien parecía tener la ira de mil infiernos, era tranquilo. El corcel salió galopando a más no poder mientras el demonio se acercaba al jinete y tras murmurar dos o tres frases en latín, el jinete también huyó.
Apretando fuertemente la carta con sus manos temblorosas siguió corriendo con toda su alma. Esto pudo ser hasta que el miedo le paralizó el corazón y no logró seguir corriendo. Desplomándose en el suelo soltó la carta y la criatura le alcanzó. «Hablaré claramente esta vez», musitó el engendro. «Tú eres el demonio». Y el jinete, mirándose en el lago, comprendió que llevaba muerto varios meses.

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