Italia – 1763. Caminaba por el parque, tras una tarde esplendida de visita en el museo. Iba tranquilo, recordando como las bellas obras de arte habían empapado mi alma de maneras tan distintas. La que más me marcó fue sin duda aquella donde aparecía un extraño hombrecito: Sus ojos azules eran profundos y tranquilos. Su cabellera estaba constituida por delgados hilos de plata. Poseía un imponente porte para su poca altura. Sin duda alguna era un ángel.
Tan absorto en mis pensamientos iba, que no me percaté de la estatua que estaba justo delante de mis narices. Era igual al ángel del museo. Abajo poseía una inscripción: “decipere humanas creaturas, eisque æternæ perditionìs venenum propinare”. Por siempre maldeciré el momento en que repetí dichas palabras en voz alta. Maldigo también al escultor que no puso igual vigor al escribir la palabra “cessa” y que no leí. Terminé de leer la inscripción y la estatua se levantó. El angel hizo sonar mil truenos y las almas de los presentes se fueron al quinto infierno.

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